En la provincia de Río Grande del Sur, la Caá Porá
es también mujer: la dueña de todos los animales del monte, una especie de
Diana que, cuando el cazador le cae en gracia, le facilita los medios para
encontrar la presa, y cuando no, detiene los perros, que garrotea
invisiblemente, haciéndoles revolcar del dolor, y dando tiempo así a que la
caza se ponga a salvo.
En la provincia del Paraná, Caá Porá es un hombre velludo, gigantesco, de gran cabeza, que vive en los montes, comiendo crudos los animales que el hombre mata y luego no encuentra.
La imaginación exaltada de los montaraces ha de dar formas humanas a troncos retorcidos, secos, cargados de musgo y parásitos, que, colocados en ciertas condiciones de luz, favorecen a la fantasía, como sucede en muchas leyendas europeas y asiáticas, en particular del Japón, donde también se transforman los árboles en seres fantásticos.
En Goyaz, según me comunicó mi amigo el señor teniente del ejército brasileño Edmundo Barros, hijo de aquella provincia, los indios tienen también su leyenda sobre la Caá Porá. Cuando encuentran una piara de cerdos silvestres y los exterminan, se les aparece, montado en el último cerdo, la Caá Porá de la figura del anterior, a cuya vista los matadores quedan idiotizados para toda la vida, de modo que se guardan muy bien de acabar las piaras, y siempre dejan algunos vivos. Esta última leyenda es muy sabia, porque trata de poner freno a la destrucción completa de un animal que les proporciona abundante alimento.
Para otros la Caá Porá es también un hombre velludo que fuma en una pipa formada por un cráneo humano y una tibia, y devora a la gente chupándola, menos los intestinos, que deja desparramados.
En otras personas, la Caá Porá se transforma en simple Porá o fantasma que se aparece en el monte, ya sea en forma de cerdo o perro, y lanzando llamas por la boca, asustando así a los animales.
Otras veces es invisible, y en medio de una marcha manea a la mula, que se para temblando, sin poder seguir por un rato, mientras en el monte se oye como un tropel de animales que disparan.
He recogido también una leyenda que se refiere a la Caá Porá; pero bajo el nombre de Petey, es decir, Uno.
Un gran cazador se separó de sus hijos, y siguió entre el monte por un gran trecho, cuando sintió una voz que decía: Petey. Intrigado, empezó a buscar y se encontró con una especie de trozo de madera lleno de pelos, que venía rodando, y no tenía forma definida, ni adelante ni atrás. Apenas tuvo tiempo de trepar a un árbol dejando caer la lanza que llevaba; el Petey se quedó al pie del árbol y nuestro hombre no se atrevió a bajar.
Como no volviera a su casa, uno de sus hijos, también muy valiente, lo buscó al rastro, quien al verlo le gritó que no podía bajar porque estaba el Petey.
El hijo le dijo que sería Porá (visión o fantasma); pero el padre le respondió que el Petey era un animal feroz.
Diciendo el hijo que estaba dispuesto a pelear con el mismo diablo, atropello al Petey, a quien atravesó de un lanzazo, dejándolo muerto. En seguida, lo abrió y encontró que tanto el corazón como todo el interior del Petey estaba cubierto de pelos.
El viejo y el muchacho eran grandes cazadores de cerdos jabalíes (Dicotyles tayazú) y en algunas cacerías se les habían escapado muchos heridos, sin poderlos capturar.
Ambos al regresar del suceso del Petey, se extraviaron por el monte; ya con hambre a los tres días llegaron al rancho de un viejito que estaba dando de comer a unos lechoncitos.
Le pidieron de comer y el viejito les contestó que él era el dueño de los cerdos y que se los iba a juntar, para lo cual tocó una flautita y todos acudieron a este llamado.
Cuando estuvieron reunidos, les hizo elegir el más gordo, recomendándoles que no le lastimaran los cerdos inútilmente y que en adelante sólo mataran los necesarios para su sustento, pues harto trabajo tenía en criarlos para que todos los hombres pudieran aprovecharlos.
En seguida, como nuestros hombres andaban perdidos, preguntaron al viejecito que camino debían tomar para llegar a sus casas, y él les mostró dos caminos: uno seguía para sus ranchos, y el otro a un potrero, recomendándoles que no siguieran este último porque allí se hallaba Mboi-Moné, que era una serpiente negra muy peligrosa.
A pesar de esta advertencia erraron de nuevo el camino y salieron al potrero, aunque se acordaron a tiempo y dieron la vuelta antes de ver a la serpiente. Sin embargo, por el solo hecho de salir al potrero, murieron todos, hasta los perros.
En la provincia del Paraná, Caá Porá es un hombre velludo, gigantesco, de gran cabeza, que vive en los montes, comiendo crudos los animales que el hombre mata y luego no encuentra.
La imaginación exaltada de los montaraces ha de dar formas humanas a troncos retorcidos, secos, cargados de musgo y parásitos, que, colocados en ciertas condiciones de luz, favorecen a la fantasía, como sucede en muchas leyendas europeas y asiáticas, en particular del Japón, donde también se transforman los árboles en seres fantásticos.
En Goyaz, según me comunicó mi amigo el señor teniente del ejército brasileño Edmundo Barros, hijo de aquella provincia, los indios tienen también su leyenda sobre la Caá Porá. Cuando encuentran una piara de cerdos silvestres y los exterminan, se les aparece, montado en el último cerdo, la Caá Porá de la figura del anterior, a cuya vista los matadores quedan idiotizados para toda la vida, de modo que se guardan muy bien de acabar las piaras, y siempre dejan algunos vivos. Esta última leyenda es muy sabia, porque trata de poner freno a la destrucción completa de un animal que les proporciona abundante alimento.
Para otros la Caá Porá es también un hombre velludo que fuma en una pipa formada por un cráneo humano y una tibia, y devora a la gente chupándola, menos los intestinos, que deja desparramados.
En otras personas, la Caá Porá se transforma en simple Porá o fantasma que se aparece en el monte, ya sea en forma de cerdo o perro, y lanzando llamas por la boca, asustando así a los animales.
Otras veces es invisible, y en medio de una marcha manea a la mula, que se para temblando, sin poder seguir por un rato, mientras en el monte se oye como un tropel de animales que disparan.
He recogido también una leyenda que se refiere a la Caá Porá; pero bajo el nombre de Petey, es decir, Uno.
Un gran cazador se separó de sus hijos, y siguió entre el monte por un gran trecho, cuando sintió una voz que decía: Petey. Intrigado, empezó a buscar y se encontró con una especie de trozo de madera lleno de pelos, que venía rodando, y no tenía forma definida, ni adelante ni atrás. Apenas tuvo tiempo de trepar a un árbol dejando caer la lanza que llevaba; el Petey se quedó al pie del árbol y nuestro hombre no se atrevió a bajar.
Como no volviera a su casa, uno de sus hijos, también muy valiente, lo buscó al rastro, quien al verlo le gritó que no podía bajar porque estaba el Petey.
El hijo le dijo que sería Porá (visión o fantasma); pero el padre le respondió que el Petey era un animal feroz.
Diciendo el hijo que estaba dispuesto a pelear con el mismo diablo, atropello al Petey, a quien atravesó de un lanzazo, dejándolo muerto. En seguida, lo abrió y encontró que tanto el corazón como todo el interior del Petey estaba cubierto de pelos.
El viejo y el muchacho eran grandes cazadores de cerdos jabalíes (Dicotyles tayazú) y en algunas cacerías se les habían escapado muchos heridos, sin poderlos capturar.
Ambos al regresar del suceso del Petey, se extraviaron por el monte; ya con hambre a los tres días llegaron al rancho de un viejito que estaba dando de comer a unos lechoncitos.
Le pidieron de comer y el viejito les contestó que él era el dueño de los cerdos y que se los iba a juntar, para lo cual tocó una flautita y todos acudieron a este llamado.
Cuando estuvieron reunidos, les hizo elegir el más gordo, recomendándoles que no le lastimaran los cerdos inútilmente y que en adelante sólo mataran los necesarios para su sustento, pues harto trabajo tenía en criarlos para que todos los hombres pudieran aprovecharlos.
En seguida, como nuestros hombres andaban perdidos, preguntaron al viejecito que camino debían tomar para llegar a sus casas, y él les mostró dos caminos: uno seguía para sus ranchos, y el otro a un potrero, recomendándoles que no siguieran este último porque allí se hallaba Mboi-Moné, que era una serpiente negra muy peligrosa.
A pesar de esta advertencia erraron de nuevo el camino y salieron al potrero, aunque se acordaron a tiempo y dieron la vuelta antes de ver a la serpiente. Sin embargo, por el solo hecho de salir al potrero, murieron todos, hasta los perros.
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